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magazine
Direcciones contrarias
Desde que se distinguieron a lo lejos, a los dos se les aceleró el corazón. Hubieran querido evitarse y poder perderse entre la multitud, pero ni la calle era lo suficientemente grande ni había tanta gente como para poder pasar inadvertido. El encuentro parecía inevitable y, en realidad, lo extraño era que no se hubiera producido antes: compartían ciudad, aficiones, lugares y amigos comunes y hasta hacía seis meses, dos semanas y cuatro días, habían compartido también absolutamente todo lo demás. Nada podía evitarlo, ni siquiera el tiempo, día gris de pleno invierno, ni unas gafas de sol a mano en las que ocultarse y fingir que la mirada está puesta en otro lado. Y así estaban, caminando para encontrarse frente a frente seis meses, dos semanas y cuatro días después de haber dormido juntos por última vez. Sin haberse vuelto a hablar desde entonces y aún con tanto por decirse.
A ella se le tensó el cuello. Su acompañante del momento le explicaba animadamente la trama de una novela que estaba leyendo, pero interrumpió su relato para preguntarle si le pasaba algo
―Me ha entrado frío ―contestó subiéndose el cuello del abrigo.
Él, al otro extremo de la calle, sintió un escalofrío. Quien caminaba junto a él le reprimió con dulzura aventurándose un paso más en una confianza que aún no tenían: “¿Ves? ―le regañó dulcemente― Tendrías que haberte puesto un sweater más grueso”. Él miro para abajo, luego para dentro y no dijo nada. El mundo entero con todas sus cosas empezaba a desaparecer, a la vez que ambos entendían que el final de aquella calle conducía, inexorablemente, a un precipicio.
Ella pensó que igual podría pasar de largo. Fingir que no se habían visto. Imaginó que él, a lo mejor, usaría la misma táctica. Un último acto de complicidad entre los dos.
Él empezó a intentar convencerse de que un encuentro breve y casual no tendría mayor impacto en su memoria, que no sería capaz de despertar recuerdos deliberadamente olvidados pues, al fin y al cabo, las cosas van y vienen… y aunque pueden volver en dirección contraria y golpearnos en la cara, siempre volverán a irse. Ella tropezó y después respiró profundamente, como cuando se coge aire para aguantar lo más posible una inmersión, como cuando se quiere contener para esquivar un mal olor. Él trataba de diseñar en su cabeza una conversación poco comprometida y con rápido desenlace. No lograba avanzar en su estrategia y se le estaba aturdiendo peligrosamente el pensamiento cuando la mujer que iba a su lado dijo en un grito agudo:
―¡Hola! ¡Pero qué sorpresa!
Ella alcanzó a pensar que el mundo era un laberinto surrealista cuando su propio acompañante se detuvo en seco y exclamó:
―¡Qué casualidad! ¡Pero qué de tiempo! ¡Qué alegría verte! ¿Cómo estás?
Las dos parejas se detuvieron en el centro de la calle y el mundo se sostuvo desde un nudo insospechado.
Se miraron en silencio mientras sus respectivos acompañantes se saludaban e intercambiaban las frases que son de rigor en esos casos. Iniciando esa carretera llena de curvas ambiguas que son los encuentros con viejos conocidos y que bien puede terminar en un rápido hasta la vista o en una larga charla para ponerse al día. Según la conversación de los otros derrapaba hacia lugares comunes y adquiría el tono de la banalidad, la mirada entre ellos se fue cargando de subtítulos y se hizo tan intensa que ninguno de los dos aguantó el pulso.
Ella miró al suelo.
Él tosió para pasar el trago.
―¡Uy, perdón! ―dijo su acompañante malentendiendo―. Con la emoción del reencuentro no os hemos presentado.
Y así lo hicieron.
Y según les presentaban como si fueran dos extraños, el nombre de él resonó tan fuerte en ella que casi le rompe los tímpanos. Él encontró innecesariamente cruel la sequedad del tono y la mueca, casi de desprecio, cuando ella le dijo «Hola, cómo está».
No se tocaron.
Un golpe de viento permitió que el mundo volviera a moverse y, tras las despedidas, cada pareja retomó su rumbo y su conversación. La vida volvió a su cauce y ellos a caminar en direcciones contrarias. Y aunque caminaran, aunque conversaran con sus acompañantes fingiendo normalidad, a los dos los pasos se les hicieron más pesados. Y siguieron andando y aumentando la distancia entre ellos mientras concentraban su atención en convencerse de que nada había pasado y haciendo esfuerzos para no mirar atrás.
Hacía frío.
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