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Voz del guardafaros

Este texto, publicado en exclusiva para Editabundo, es el arranque de la novela Bajamares, con la que el autor ganó el XIX Premio de Novela Corta Diputación de Córdoba.  

Bajamares ya está publicada y será distribuida en librerías tan pronto como se levante el estado de alarma.

Cada noche, antes de echarme a dormir, me cuelgo alrededor del cuello el ojo que nunca duerme; el ojo sin párpados, el vigilante.

Es la prótesis de vidrio de un náufrago; el ojo muerto de un marinero muerto que encontré hace más de cincuenta años en el estómago de un mero, cuando aún podía capturar peces más grandes que yo.

Tuve que malbaratar veinte kilos de carne de pescado de primera, abandonarlos a la avidez de los malditos lagartos y de las gaviotas y los cangrejos, porque yo no puedo alimentarme de un pez que haya hurgado antes en las entrañas de otro ser humano, que haya comido su lengua, sorbido sus vísceras, mordisqueado las puntas de sus dedos y sus genitales, tragado su ojo de cristal como si fuese un huevo de tortuga. 

Ignoro cuántas veces lo habré hecho sin saberlo. Tal vez miles; seguro que miles, porque los fondos que circundan el Roque son trampas que están llenas de cadáveres, de náufragos ahogados de todas las épocas y de todas las latitudes.

No puedo saber cuántos años pasó en la negrura del estómago de aquel viejo pez. Cuando le abrí la barriga con la navaja y separé los lomos como dos párpados muertos, el ojo desnudo me miró por primera vez desde la maraña de intestinos sanguinolentos. Me observó con su pupila asombrada y dura, su pupila azul de la mar del Norte o puede que del Báltico. 

No ha dejado de mirarme desde entonces. Sin juzgarme; siempre la misma mirada escrutadora y neutra. Cada noche, mientras duermo, me observa dormir desde el lado pertinaz de la vigilia, desde las antípodas de mi sueño.

 Saqué el ojo del náufrago tuerto del vientre de aquel pez como quien extrae una perla del interior de una ostra de sangre o del útero de una madre muerta y lo enjuagué en un charco con agua de mar donde quedó un pequeño remolino de filamentos rojos. Lo engarcé con alambres y lo sujeté a un cordoncillo de cuero que fabriqué curtiendo una tira del pellejo de una raya. 

Al despertar me lo quito; antes de que el sol despunte y antes de apagar el faro. Lo saco por encima de mi cabeza y, cuando pasa por delante de mis ojos, me echa un último vistazo sin inmutarse. 

Luego lo guardo en una bolsa de tela que cuelgo de un clavo hasta la noche. 

Para darle tregua.